Desde el punto de vista del derecho público, la realidad española anterior al
presente régimen se caracteriza por esto: España era un país sin verdadero
estatuto jurídico; un país gobernado por el arbitrio personal. En el cacique de
pueblo empezaba y en el jefe de grupo parlamentario concluía toda una escala de
dictadores, para quienes la pericia en esquivar el cumplimiento de las leyes era
el mejor timbre de aptitud. Así, ¿cómo iba a haber ciudadanía? Si la ciudadanía,
virtud social, ya pugna con nuestro temperamento anárquico, imagínense lo que
ocurriría cuando, además, para actuar ciudadanamente, es decir, para mantener en
juego eficaz la máquina de nuestros derechos públicos, era indispensable nacer
con cualidades de héroe. Recargos en la contribución, exclusiones de las listas
electorales, multas y otras mil molestias caían implacablemente sobre el que
trataba de ejercer sus derechos frente al depositario local o nacional del Poder
público. Claro está que las leyes daban recursos contra todo; pero de tan largo,
costoso y a menudo ineficaz ejercicio, que al cabo las víctimas –salvo las de
temple heroico– acababan por capitular. De ahí esa marrullero conformidad con el
que mandaba, fuese quien fuese, en cada momento, y esas conversiones colectivas,
socarronas, de pueblos enteros a las diferentes doctrinas políticas de quienes
alternativamente entraban a regirlos. Con tal de vivir en paz se renunciaba al
estatuto de derechos y se procuraba granjear, con sumisiones, el arbitrio de los
dictadores de turno. No se hará mal en grabar profundamente dentro de nosotros
esta idea: el ciudadano español, durante el antiguo régimen, no tuvo nunca,
fuera del papel inobservado, un verdadero estatuto jurídico. Es decir, un cuadro
permanente de derechos que le permitiera prever las consecuencias de sus actos y
que le resguardara, por consiguiente, contra la imprevisible arbitrariedad del
que gobernaba. Complementado, como es de rigor, por una organización judicial
eficaz e independiente.
La Dictadura
no fue, pues, un régimen de excepción; fue un período más de gobierno personal.
Con la diferencia de que los demás Gobiernos usaban siempre el arbitrio en algún
provecho particular: de familia, de partido o de clase, y además se enmascaraban
con la vestidura de regímenes jurídicos, mientras que la Dictadura se dejó guiar
únicamente por la aspiración al bien público, y, además, proclam6 con lealtad su
propósito de proceder extralegalmente, recurso quirúrgico que estimó
indispensable para remediar la descomposición a su advenimiento.
Esta lealtad
en la proclamación del carácter dictatorial fue la que dio pie a una serie de
políticos antiguos, dictadores solapados todos, para denunciar con escándalo a
la Dictadura como antijurídica. La crítica era extremadamente superficial; pero
a su aceptación por el público contribuyeron dos factores: la incultura política
del país y la incomprensible torpeza de nuestros intelectuales, quienes todavía
no han logrado entender cuánto había de profundo, de histórico, en el fenómeno
de la Dictadura. Cuando se lee la Prensa antidictatorial y se aprecia el tono
chabacano de sus ataques (calumnias e insultos mezclados con los restos de una
ideología política de desecho evitada ya en toda Europa por quien no haya
suspendido sus lecturas en los últimos veinte años), llega a temerse que un
pueblo guiado por tales periódicos no podrá nunca llegar a constituir verdadero
cuerpo político.
Andando el
tiempo se verá cómo la Dictadura no fue menos jurídica que los demás Gobiernos,
cómo los aventajó en la rectitud de propósitos (de ahí que no, halagara a
ninguna clase ni tratara de asegurarse la permanencia), cómo minó algunos
reductos, al parecer inexpugnables, del antiguo régimen, y cómo, además,
proporcionó a España seis años de buena administración. Si la Dictadura no
hubiese ahuyentado de España los apremiantes fantasmas de Marruecos, del paro,
del déficit, del terrorismo, ¡a buena hora podría estar para estas fechas
jugando tranquilamente a la República don Niceto Alcalá Zamora!
Ahora bien:
el 14 de abril último ha triunfado en España una revolución "liberal". Esto
parecería absurdo en cualquier otro país. Pero es lógico en el nuestro, porque
aquí, como viene diciéndose desde el principio de este trabajo, aún no habíamos
ganado efectivamente nuestro estatuto de derechos públicos. Los españoles
veníamos gobernados por el arbitrio personal; unas veces mejor y otras peor;
pero arbitrio siempre. Así, pues, la conquista del derecho público no era
todavía en España un anacronismo.
Por eso,
nada probablemente arrastró mayor número de adhesiones a la República que el
manifiesto de los señores Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Marañón. Aquellas
promesas de una legalidad ágil y transparente (éstas eran, más o menos, las
palabras), en otro país habrían sonado a trasnochada ingenuidad; pero en el
nuestro sonaban a esperanza. De seguro que cuantos votaron la República
influidos por aquella alocución, lo hicieron con el afán, más o menos preciso en
su pensamiento, de alcanzar para España la característica de los pueblos
civilizados: aquellos pueblos que se rigen por un estatuto jurídico, protector,
para cada ciudadano, contra toda sorpresa y todo abuso de poder.
¡Este era el
destino de la República! Porque claro está que no faltan energúmenos para
quienes la misión de la República consiste en ensangrentarse con venganzas. Pero
ese consejo no vendrá del lado de los mejores. El aplicar la ley, por dura que
sea, es operación jurídica. El salirse de la ley, aunque sea a estímulos de la
cólera popular (agitada artificialmente por unos cuantos periódicos
descalificados) es antijurídico, arbitrario; es decir, característico, con mayor
gravedad, de lo que representaba el antiguo régimen y contradictorio de lo que
se nos prometió como auténtico destino de la República.
Si nos
halláramos ante una revolución social, serían 16gicos, aunque siguieran siendo
detestables, los Tribunales de salvación y las penas arbitrarias. Pero nos
hallamos ante una revolución jurídica, cuyas promesas en el orden social están
lejos de ser revolucionarias; como jurídica ha comparecido la República, y
solamente se explica por su juridicidad. ¡Ay de ella si falta a su auténtico
destino y se deja arrastrar por los energúmenos!
Como se está
dejando arrastrar en casi todo. Porque, en verdad, puede afirmarse que nunca ha
Regado ningún poder arbitrario español a lo que la República ha hecho en dos
meses de vida. Jamás se han respetado menos los derechos individuales, ni han
sido menos previsibles las consecuencias jurídicas de nuestros actos: prisiones
gubernativas, espionajes, delaciones, violación de secretos, suspensión de
periódicos, persecuciones políticas, disolución de Tribunales, se han prodigado
con abundancia desconocida. Nunca el estatuto jurídico de cada español ha sido
muralla más frágil que ahora. Ni el principio de irretroactividad de las normas
se respeta. Nadie sabe los derechos que tendrá al día siguiente. Vivimos en una
dictadura que ni aún se justifica por la necesidad de vencer fuertes movimientos
reaccionarios: La masa monárquica de ningún país aceptó la República con más
tranquila resignación que la española. ¿Para qué entonces esto?
El Gobierno
de la República, y después las Cortes Constituyentes, pueden seguir atropellando
a los adversarios; podrán, incluso, saltar por encima de las leyes y entregar
injustamente cabezas a la cólera popular, como han dicho unas palabras recientes
e insensatas. Todo eso le granjeará aplausos turbulentos. Lo aplaudirán aquellas
gentes, totalmente faltas de sensibilidad jurídica y de elegancia espiritual,
para quienes la tiranía no es por sí misma odiosa, sino sólo cuando es
ejercitada por los adversarios; esas que propenden a producir rencorosos
tiranuelos en cuanto cae en sus manos una brizna de poder. Para el aplauso de
los tales habrá sacrificado la República su verdadero destino. Los españoles
capaces de percibirlo (los únicos cuya opinión importa. en suma) se hallarán,
como siempre, sin estatuto jurídico, entregados al arbitrio de los dictadores.
Ahora son otros, y otros, por consiguiente, los perseguidos. Pero eso, ¿qué más
da? Renacerá la desconfianza en el poder de los propios derechos y volverá la
adhesión cobarde y socarrona a los caciques de turno. En una palabra: la
revolución del 14 de abril habrá malogrado su destino. ¿Podrá, en plena fiebre,
improvisarse otro?
De todos
modos, el que se improvise no tendrá la belleza del primero; del que aún puede
cumplir; del único que, acaso, pudiera, en parte, consolarnos a todos de la
pérdida de tantas cosas.
JOSÉ ANTONIO
PRIMO DE RIVERA
La
Nación, 12 de junio de 1931.
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