Por Fernando Valbuena, HOY. -Badajoz-
Madrid me agota. De joven viví un tiempo en
la calle de Alcalá y me acostumbré a los nardos en la solapa y a las floristas
que vienen y van pero ahora todo se me antoja descabellado. Madrid… y sus
ruidos. Ruidos como sorderas. En cambio en la Hospedería del Valle me oigo pensar.
Oigo mi respiración, me oigo las narices, y por detrás de ellas, un zumbidito
que bien pudieran ser los pocos pensamientos que me acompañan. Son las once y
cuarto de la noche. Estoy sin cobertura y sin gafas de escribir, metáfora
burlona de mi mismo. Aislado y ciego. Pero me oigo. Y desde mi ventana veo como
la cruz se recorta descomunal sobre el firmamento. Aquí la noche se ve,… y se
oye.
¿Qué queda de José Antonio Primo de Rivera?
¿Qué es lo que queda de fecundo en su doctrina? Queda en primer lugar España
como concepto irrevocable no sujeto al dictado de las urnas. España de los
vivos y de los muertos, la que nos entregaron y la que hemos de entregar. Amor
amargo emparentado con el 98. En segundo lugar, queda la creencia fiera en el
hombre como criatura de Dios, portador de valores eternos, y por ello, pleno de
libertades inalienables. Es el triunfo en política de lo espiritual sobre lo
material. En tercer lugar, la innovación de la justicia social, la defensa de
una economía donde la propiedad está radicalmente al servicio de los
desfavorecidos. Y en cuarto lugar, queda una mística del servicio y de la
intemperie, eso que los joseantonianos llaman el estilo, la vida entendida como
milicia, que lleva a preguntar siempre y primero por las obligaciones y muy
raramente por los derechos.
En esta celda el único lujo es un crucifijo.
Ni televisión, ni radio, ni cobertura. Todo aquí es espartano. Tengo frío y
sed. Sigo aislado y ciego. Sigo escribiendo.
Y la democracia, razón última de la ciencia
política. José Antonio quería más democracia. No una democracia formal
secuestrada por los partidos políticos. Pero José Antonio murió a los 33 años y
su doctrina quedó inconclusa. Por eso, y porque su tiempo no es el nuestro, a
José Antonio no se le puede leer con pretensión de imitación. Más bien se le
debe leer con cierta voluntad de adivinación. Sólo así seguirá siendo fértil.
He puesto las cinco rosas en agua. Este año
las traigo blancas. No hay nadie por los pasillos. Cruje la madera. Colgado de
su muro, un monje me mira. Estoy sólo, estoy ciego y tengo miedo. Porque sigue
siendo noche.
Queda también, lamentablemente, el artificio
y la costra. Quedan los energúmenos y los cafres. Queda, por supuesto la saña y
la antipatía, y su pariente, el rencor. Pero queda también su ejemplo. José
Antonio, el hombre que es capaz de abrazar a quien le acaba de condenar a
muerte, el arquetipo, el vértice encendido de varias generaciones de españoles
que bebieron de su pensamiento en los campamentos de juventudes, y creyeron,
sin peajes de odio, que una España mejor era posible. Para todos. Y quedan las
Completas. Esas que algún día, algún muchacho encontrará en algún anaquel donde
los inquisidores no hayan buscado. Un muchacho que, como Rosa Chacel, pueda
decir tras leerlas,… ¡Deslumbrante!
Y quedan los despojos. Cenizas, bajo la cruz
o a la intemperie, cenizas enamoradas. La paz triste de los cementerios. La paz
alegre de la Resurrección que esperan los que aquí yacen. Señor, no nos niegues
la esperanza. Ya ha salido el sol,… Aquí te dejo mis cinco rosas. Este año son
blancas. Hazte a la idea que te las trajo ella. “Je pense a toi”. Love.
Elisabeth”.
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