15 de mayo de 1936, día de San Isidro
Por Felipe Ximénez de Sandoval
Había dejado en su casa la comodidad, el peligro en la calle, el tedio en el Parlamento, el aseo en el aire. Pero en la celda en que ingresara para no salir más, entraron con él la alegría del sacrificio por España, la serenidad del Genio, la elegancia del hombre de mundo, la inmensa flor inmarcesible el más maravilloso destino humano que ha conocido nuestra época.
Quienes por desgracia no fuimos elegidos por la Providencia para compartir con José Antonio la claridad de la celda iluminada de su presencia, teníamos cada hora en la calle envidia de los afortunados que le acompañaban. Nuestras mañanas libres de los días de fiesta eran para nosotros más soleadas cuando lográbamos verle después de larga espera en tensión, en la cola, entre insultos de los guardias de Asalto.
José Antonio tras la reja, con su mono azul y sus flechas, era -más que nunca- la imagen de la liberación próxima. Ni un momento de mal humor, ni una protesta. Siempre el consejo prudente, la arenga sobre la palabra cariñosa de condolencia por nuestra pena de estar libres. Siempre la preocupación por los camaradas de las galerías de comunes: “No quiero más cigarros, no quiero más libros, no quiero más licores, no quiero más dulces. Los de arriba no tienen nada de eso. Atendedlos a ellos.”
El día de San Isidro, Patrón de Madrid, conocedor del amor de José Antonio por las tradiciones de nuestro pueblo, le llevé cinco kilos de las clásicas rosquillas del Santo que acogió con algazara infantil. Al domingo siguiente supe por él mismo que sólo había comido y dado a comer a los que con él se hallaban en “políticos” una rosquilla, enviando las restantes a los de la galería de comunes, con la recomendación a sus escuadristas de repartirlas con cualquier madrileño preso, aunque fuese de la F.A.I.
Otro domingo, Pilar le entregó un álbum de autógrafos de una muchacha inglesa -creo que la hija del Embajador en Madrid- que deseaba un pensamiento de José Antonio. José Antonio trazó su firma enérgica de un solo rasgo de pluma. De ese rasgo sin un titubeo del pulso, que tanto conmueve en sus escritos últimos. Y encima, de una rectitud pasmosa, cuatro rayas horizontales y cuatro verticales con lápiz rojo, cruzando toda la página. -¿Qué haces, José? -preguntó Pilar.- Poner un pensamiento mío… y por mío tachado por la censura. Y además, para que no se diga que no soy galante, mandarle un retrato a esa chica. “José Antonio Primo de Rivera, detrás de las rejas de la cárcel.”
Se quedó pensativo un momento y enseguida empezó a hablar conmigo de temas literarios: “Me da el corazón que vas a venir pronto a la cárcel. No creas que perderemos el tiempo. Tengo el asunto de una comedia magnífica y unas ganas locas de escribirla. Pero soy incapaz de dialogarla. Tú me ayudarás.”
Como yo me riese diciéndole que era imposible que un conversador como él no supiera dialogar, contestó rápido poniendo la mano sobre el hombro a Rafael Sánchez Mazas, que, muy próximo a él, hablaba incansable con una visitante: “¿Qué quieres…? Aquí, Rafael se lo habla todo… Es el as del monólogo.” Y los dos reían, empezando una cordialísima escaramuza de agudezas.
(Por desgracia no llegó nunca mi ocasión de colaborar en una obra teatral con José Antonio, ni siquiera la de que me contase el asunto con el que estaba tan entusiasmado.)
Otro día decía: “Lo que más me gusta de la cárcel es ver que toda la Falange tiene novia, que viene a pelar la pava en la reja. Yo no la tengo porque ya soy viejo, pero me consuela de ello que las de los camaradas vienen todas a charlar conmigo un rato. Menos Amelia -y señalaba el rincón en que se hallaba Ruiz de Alda y su mujer- que no hay modo de hacerle terminar su eterno cuchicheo con Julio cogiéndole las manos.”
Y otra vez, como yo le comunicase mi nostalgia -y la de todos cuantos andábamos aún por las calles cargadas de odio marxista- me dijo en voz alta y enérgica: “Cuidado. Te lo advierto a ti y a todos los que estáis libres. En Falange, la calle como la cárcel, el Hospital o el cementerio, no es sino un puesto de servicio del que no se puede desertar. No quiero ni un preso más. Tan sólo hay una razón para que los acoja aquí con júbilo: el cumplimiento de una orden mía capaz de salvar a España. Si alguno viene por motivos que no sea ése, usaré de toda mi autoridad de Jefe Nacional de Falange Española de las J.O.N.S. para hacerle poner inmediatamente de patitas en la calle.”
Así le he visto siempre en su prisión. Humano y alegre. Cordial e ingenioso. Maestro de virtudes sin tono doctoral. Iba hacia la Gloria infinita como a dar un paseo cara al sol. Su voz lanzaba el último Arriba España confortador a los que salíamos preocupados de la cárcel a una libertad ficticia sin honor y sin goce. Allí quedaba José Antonio. Al alejarnos, íbamos tristes y callados. Con la obsesión de su suerte y de la suerte de España. Con una mística tal por José Antonio, que hacía decir una mañana a un camarada cogido de mi brazo, calle de la Princesa arriba:
“No sé si será blasfemia. Pero cuando me aparto de José Antonio siento ese miedo y ese vacío angustioso que dicen sintieron los apóstoles al perder a su maestro…”
De “DOLOR Y MEMORIA DE ESPAÑA” Ediciones Jerarquía, 1939. Págs. 211 y 212.
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