lunes, 16 de enero de 2012

Una historia de dragones.




Por Jesús María Zarco.

Hoy ha sido uno de esos días gloriosos. Me levanté hecho un mar de dudas, pensando que no sabía si subir impuestos era bueno, malo o regular. Por la tarde tampoco tuve las cosas mucho más claras, aunque supuse que lo de la subida de impuestos dependería de cuánto, cuáles y a quién estuviera dirigida la medida. Por la noche estuve peor que al principio, dudando de que subir impuestos fuera de derechas o de izquierdas. Pero lo que tuve claro durante todo el día es que no mantener la palabra dada es cosa de sujetos poco fiables.

Será por las dudas que he pasado durante todo el día por lo que ahora, envuelto entre tinieblas de no ser por la luz eléctrica, me viene a la memoria una historia que escuché hace tiempo. Se trata de una historia que viene de lejos, como suele ocurrir con casi todas las épicas y hermosas historias. Es la historia de siete hermanos que vivían en el valle de Ibia, en las proximidades de Aguilar de Campoo, provincia de Palencia. Los siete hermanos procedían de un antiguo linaje de origen castellano-leonés, que era muy respetado por sus contemporáneos ya que se encontraba entre sus virtudes cumplir con la palabra dada aún a costa de poner sus vidas en peligro.

Ocurrió que al alba de un día cualquiera los siete hermanos fueron despertados por el atronador sonido de la aldaba golpeando con violencia contra la puerta de su casa. Cuando abrieron la puerta, los hermanos descubrieron que una copiosa representación de los habitantes de la comarca demandaba su socorro, pues desde tiempos inmemoriales un formidable dragón se dedicaba a robar las doncellas, quemar los graneros, arrasar los campos y devorar el ganado de los habitantes de la comarca. Los aldeanos, cansados de soportar las maldades del dragón, prometieron a los hermanos toda clase de honores si ponían fin a tanto desmán, sabedores de que el valor y el arrojo del linaje de aquellos muchachos eran legendarios.

Aquel mismo día, después de un frugal desayuno, los siete hermanos se pertrecharon con sus escudos, asieron sus afiladas espadas y salieron en busca del dragón. Primero buscaron por el páramo; después recorrieron las orillas del lago; más tarde registraron las cuevas situadas en la montaña; luego buscaron en los más recónditos lugares del valle, y por último, cuando el sol había comenzado a declinar, vislumbraron detrás de una gran roca al portentoso animal.

Entonces se encomendaron a Dios, maldijeron al diablo y empuñando sus espadas se enfrentaron, como un solo hombre, en cruenta batalla con el dragón. No se trataba de un dragón cualquiera, sino de una bestia enorme y feroz, que encarnaba la maldad y las perfidias humanas. Uno detrás de otro fueron cayendo los hermanos, bien abrasados por las llamas que escupía el dragón, bien destrozados por sus garras. Cuando los seis primeros habían muerto y la batalla parecía estar perdida, el benjamín, que a duras penas lograba mantenerse en pie, lanzó un grito pavoroso y juró, ante los cuerpos inertes de sus seis hermanos, venganza. Luego el muchacho cortó una gruesa rama de árbol, la afiló en sus extremos y, sosteniéndola fuertemente con ambas manos, se arrojó contra el dragón, introduciendo la improvisada lanza en las fauces de la bestia. Al sentir el golpe, el dragón comenzó a revolcarse de dolor, y sus formidables coletazos partieron la tierra y levantaron tal polvareda que llegó por los aires hasta África. Entonces el muchacho enarboló su espada a dos manos y con todas sus fuerzas la clavó en el centro del corazón del dragón, cumpliendo así su juramento y liberando a sus vecinos de la bestia inmunda. De este joven, valiente entre valientes, descendieron luego otros iguales de valientes que él, que conservaron como trofeos la espada y el escudo de armas de su ancestro, en el que dos serpientes muerden un trozo de árbol sobre un campo de gules.

Para los protagonistas de la historia, a diferencia de Rajoy, el empeño de la palabra dada tuvo un valor infinito, supuso una obligación y, en consecuencia, tuvo el doble valor de retratar la voluntad y franqueza de quienes asumieron el compromiso. Aquel que no es consciente de la magnitud que tiene su palabra, ni del impacto que ésta tiene en las personas, pone al descubierto su código ético particular, porque la palabra de un hombre, esa misma que a todos nos compromete, esa misma que a todos nos identifica, es como sus huellas: se puede seguir donde quiera que él vaya.

Todos hemos conocido hombres como Rajoy, entre cuyas virtudes no estaba el cumplimiento de la palabra dada. Sujetos estos que fueron siempre los peores de todos, los menos respetables, los más detestables, por ser consumados especialistas en disfrazar la verdad. Estos individuos, cuyos rostros suelen ir cubiertos por una máscara de aparente sinceridad, son merecedores del mayor de los desprecios, pues un hombre que se precie de serlo debería demostrar en todo momento ser dueño de un alma noble, sea cual sea el lugar y la situación a la que se enfrente, sea cual sea el trance y la circunstancia a la que se vea abocado. Y como es imposible que un hombre se oculte de sí mismo, a no ser que esté enajenado, los compromisos que uno asume y cómo se llevan a cabo son un reflejo de quién se es en realidad.




No hay comentarios:

Publicar un comentario