Sí, pero ¿como veían a José Antonio sus escuadristas? ¿Cómo
se proyectaba su figura en aquella juventud que hoy tendría—o tiene— veinticinco
años más? En Alejandro Salazar o en Luis Aguilar, asesinados; en Francisco de
Paula Sampol, muerto a tiros en Sevilla; en Jesús Hernández, caído en plena
adolescencia en la calle Augusto Figueroa, o en Luis Arroyo, que a los trece
años, un niño, fue asesinado por los marxistas. Los que cantaban "Bajo mi
bandera roja y negra iré — a luchar, sin temor", luchaban sin temor en las más
duras encrucijadas por la salvación de España frente al comunismo, al socialismo
y a la sucia conspiración republicano-masónica, mientras la derecha cuca
pontificaba: "El Gobierno de la República, con evidente acierto, ha prohibido la
propaganda del fascismo en España." Está escrita esa palabra, fascismo, que hoy
tiene que pronunciarse en silenció, pero escrita.
¿Qué era el nombre de José Antonio para García Míguez, que
cayó en Aznalcollar antes de la guerra, o para Ángel Briones o Carlos Herráiz,
que murieron entre los muros del Cuartel de la Montaña, o para Luis Sánchez
Jiménez, que había de combatir hasta el último momento, hasta que fue rematado
por la horda? También éstos eran escuadristas. de una juventud como la que José
Antonio quería, ni egoísta ni cobarde, ni cautelosa ni hipócrita, sino "sana,
limpia, alegre y heroica".
¿Qué era para todo el haz de muertos que se fue sembrando
por una España mejor? Ruiz de la Hermosa, apuñalado en Daimiel, que llegó a
oírle en el mitin del teatro de la Comedia; Eduardo Rivas y Jerónimo de la Rosa,
un modesto pintor y un estudiante y humilde ferroviario, escuadristas de
Sevilla; Matías Montero, asesinado cobardemente por la espalda; Ángel Abella,
Juan José Olano... Morían por creer en las verdades sencillas de la Falange, por
leer "FE", por repartir unas hojas en que se anticipaba el futuro.
¿Qué era José Antonio para los escuadristas que defendieron
las barricadas de Oviedo frente al alud de los dinamiteros, frente a los
asesinos de mujeres, de familiares apresados como rehenes, de traidores
separatistas que más tarde la buena burguesía había de indultar, mientras se
llamaba a los escuadristas de la Falange "cuatro gatos"? Hay frases que no se
pueden olvidar, porque no se olvidan las cobardías.
Aparte de que los de "la victoria sin alas" se encargan de
recordárnoslas volviendo a aparecer en el tablado de la antigua farsa política
del brazo de aquellos mismos marxistas. Para repetir primero su traición, luego
su cobardía de fugitivos al otro lado de la frontera, cualquier otro 18 de
julio. ¿Como veían a José Antonio aquellos estudiantes del bachillerato que
repartían, con el primer, escalofrío de lo que pronto sería torrente desbordado,
el discurso de José Antonio el 29 de octubre "Yo creo que está alzada una
bandera"? Y para todos lo estaba: la bandera del combate, del riesgo y de la
muerte, pero también la bandera del sacrificio, de la alegría y de la
disciplina; la andera del honor y de la Patria, y de los que habían de pensar en
él desde lejos, desde la impaciencia del 18 de julio: Toda la Falange de César
Sanz, aniquilada en las lomas del Alto de los Leones, o los hermanos Caballero
Francos, que resistieron hasta morir en Puertollano, o Manuel Prado González,
fusilado en Ciudad Real, o "Vicente Murillo de "Valdivia, defensor de Castuera;
y los de Albacete y Simancas, los del Alcázar de Toledo y los de las checas
innumerables; los asesinados en la cárcel Modelo—¡cuántos, cuántos!—y los que
cayeron a racimos en el bastión de Brunete, los de Belchite, como Eduardo
Cariñena y Jaime, Gallegos. Estremece alinear tantos nombres, cada uno de los
cuales es una página de heroísmo. Pero, como un día dijo Jato, "En Falange la
muerte se anticipó a los reglamentos". En la Falange de "arriba escuadras a
vencer" quiero decir.
¿Cómo le vieron Enrique Sotomayor o Vicente Gaceo, que
habrían de morir en la División Azul, o los escuadristas de Possad, que
contraatacaron a la bayoneta cantando el "Cara al sol", o García de Noblejas, el
último, o Luis Alcocer, aviador en la Escuadrilla Azul, o Luis Zaragoza y el SEU
de Madrid?
Todos ellos, los muertos, y también los que supervivimos, y
también los qué desertaron, los que renegaron, los que quebraron su espíritu a
lo largo de los años y que deben llorar por dentro, incapaces de ahorcarse como
Judas. Todos, ¿cómo veían a José Antonio?
Cuando se es capaz de morir por la bandera alzada por un
hombre, hay que pensar en la fuerza torrencial de esta idea. Hay otra
juventud—también la había entonces—que piensa, planifica, esquematiza, pero es
incapaz de sentir el impulso de una suprema poesía política, y sería incapaz de
morir, naturalmente, por sus perfectos planes y esquemas mentales. Cuando José
Antonio surgió, lo que arrebató a la juventud española, lo que se convirtió en
resorte decisivo fue precisamente que España se sentía harta de esquemas
ideológicos siempre vacíos, de la escayola de ideas tantas veces pedantes, de la
frialdad de los programas, de las tertulias conspiradoras.
Estaba harta de la eterna traición a la revolución y de la
permanente asfixia impuestas por ideas extranjeras, con los "Cien mil hijos de
San Luis" o con los cien mil bastardos de Moscú. Lo que llegaba con José Antonio
era la tierra y, el cielo de España, nuestros pueblos y nuestras piedras, la
exigencia cotidiana de combatir y vencer, el romper la siesta monótona de los
partidos turnantes, el rescatar a los que habían sido arrastrados a la ciénaga
marxista por los "snobs" pedantuelos que entonces —y aun hoy—"pululaban.
Llegaban frases de José Antonio que eran convertidas en leyendas —como su
célebre respuesta en la Dirección General de Seguridad—; llegaban agigantados
sus gestos, sus rasgos, como su decisión de ir al frente de las escuadras. Pero,
en el fondo, no era lo que de humano había en estas, frases y en estos gestos lo
que se convertía en fuerza capaz de hacer morir a un escuadrista. Era que tras
ello percibíamos la actitud de España tal como queríamos que fuera, como había
que hacerla, como José Antonio quería, hacerla. Y no solo los escuadristas, sino
también los que estaban enfrente, los hombres que se ganaban diariamente para
los Sindicatos, percatándoles sin necesidad de hablarles en marxista, sino con
un lenguaje nuevo y desconocido.
Veinticinco años ya de su muerte. Pero se equivocan quienes
crean que las banderas de los escuadristas de ayer han podido morir, José
Antonio vive en sus escuadristas. Una sola palabra, y todos nos sentimos
convocados en torno a las escuadras de ayer. Sin nostalgia. Viendo a José
Antonio como entonces le veíamos. Viendo a España como él la veía.
Por J.L. Gómez Tello
Arriba, 19 de noviembre, 1961
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