En los últimos años estoy dedicado a estudiar filosofía. Siempre me he sentido atraído hacia este saber universal, principio base de la toda la ciencia. Y curiosamente mi fascinante y nunca concluida vida de explorador y alpinista es la que me ha introducido en ella: alpinismo y filosofía. Aún todavía adolescente yo pensé que existía un ingrediente mágico en las pasión por el alpinismo, y en esa «conciencia de la vivencia», que son las grandes ascensiones y las arriesgadas escaladas. En cualquier caso yo siempre he creído que los humanos, es decir casi todos nosotros, los demás seres vivos solo cuentan para ser nuestras víctimas, deberíamos tener una filosofía de vida, o incluso creo que la vida solo es pura filosofía. Quizás por ello hay que saber algo de ésta, aunque sea poco, pero con la mayor claridad posible, la que nos permita nuestro pobre cerebro. Dicen los neurólogos contemporáneos que el cerebro humano es por el contrario un poderoso y admirable centro de memoria y captación de sabiduría, con muchas funciones poco activadas y todavía mal utilizadas por la proverbial torpeza del hombre. Ojalá en el futuro el hombre se aplique y cambie en mentalidad y conducta, ya que en los miles o millones de años, que llevamos de historia (los paleontólogos y demás sabios no se ponen nunca de acuerdo) la humanidad es una pena de guerras, desencuentros, crueldades y torpes ambiciones. Tanto que Ciorán, el famoso pensador rumano, llegó a decir que el hombre «es un hecho lamentable».
En los últimos años estoy leyendo a Descartes, además de Kant, Schelling, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, sin olvidarme de Bergson ni de Hüsserl. A Ortega lo estuve estudiando los últimos 40 años, y ahora toca «capturar» y «aprehender» la «bondad» de sus maestros. Él, Ortega, fue más un gran divulgador y un perspicaz pensador que en si mismo un filósofo, y fue muy poco metafísico, aunque la Universidad Central de Madrid le otorgará la cátedra de Metafísica. Realmente Ortega era casi lo contrario a un metafísico: un vitalista racionalista, es decir un raciovitalista inspirado en Bergson y deslumbrado por el genio fulgurante de Nietzsche y la cientificidad de Heidegger con su obra clave pero inconclusa de “Ser y Tiempo” que ejerció una deslumbrante influencia en Ortega y en la sociedad culta de los años «30». Descartes fue un prócer del pensamiento, un sabio matemático que pretendió tratar los problemas de Dios, del hombre y del alma, a través de la meditación pura, tomando a la duda como sistema y como método. Dios existe, dijo, ya que solo a Él y a su esencia puedo atribuirle mi existencia. Descartes fue más mucho más un metafísico que un racionalista, prolongando los estudios de Aristóteles en la «filosofía de la ciencia», los primeros principios y las primeras causas: «intuición para los principios y deducción para las conclusiones» Descartes haya la razón del método, el método científico, a través de la «duda». En su obra el “Discurso del Método” Descartes menciona el servicio fundamental que las matemáticas le han prestado: «los largos encadenamientos de raciocinios, simples y fáciles, de los que se sirven los geómetras para alcanzar las difíciles demostraciones, me han dado ocasión para imaginar que todos los conocimientos que el hombre tiene se conocen y se deducen del mismo modo».
Para mi Descartes, calificado como uno de los más grandes racionalistas, seguido por Spinoza y Leibniz es un filósofo difícil, que hay que estudiar y casi descifrar, y en él tengo claro que además de ser un hijo de la Escolástica llegó a la conclusión de que la bondad era la «summa» de la sabiduría, quizás la «suprema inteligencia» si es que la inteligencia se puede medir, que yo en mi modestia mental siempre lo he dudado mucho. La bondad es la «summa» de la sabiduría. Solo esa docta deducción de Descartes sería suficiente como para declararle una abierta admiración, pasando por la duda elevada a razón, en esa búsqueda afanosa del «método» descubierto por su propia experiencia.
La bondad es lo que de verdad puede dignificar a este lamentable animal humano, al que cantamos y alabamos como modelo social, juez, verdugo y dictador de la vida sobre la Tierra. A estas alturas del fracaso relativo, pero cierto de la humanidad, deberíamos todos, letrados y menos letrados, tener un poco de humildad, no alardear nunca de coeficiente de inteligencia, y buscar decididamente el afecto y la bondad en el esfuerzo, el sufrimiento y la posible belleza de la existencia, tratando de elevarla a lo que es la «esencia», la que no lleva a nuestro propio «ser», ese estado del alma que casi nunca sabemos o podemos alcanzar. He repasado aquellos temas de la historia de la filosofía, en los viejos libros que teníamos que aprender casi de memoria en el bachillerato (ese esfuerzo que nos fortalece mentalmente a pesar de que tanto haya sido criticado) pero estos, los libros de enseñanza de hace 50 años, que he consultado, me han parecido un desacierto por su oscuridad y torpe redacción, a pesar de estar entonces diseñados por quiénes estaban considerados cómo ilustres catedráticos. ¿Quién era capaz de explicar con claridad los arduos sistemas filosóficos? Pocos. Tampoco el latín y el griego, lenguas tan importantes para la verdadera cultura, se estudiaban bien, y la mayor parte de los profesores no estaban ni mucho menos a la altura de la exigencia, y ya sabemos que a mayor ignorancia del profesor mayor exigencia para los alumnos. Sea como fuere aquel planteamiento, tengo que decir qué, con sus defectos ha podido ser el origen de inquietudes posteriores que pueden o pudieran desarrollarse muchas decenas de años después. Volviendo a mi tema, les diré que en estos últimos años me encuentro dedicado casi totalmente a escalar montañas y a reflexionar sobre esas notables experiencias. Nunca me he sentido más rotundo en mi pensar. Estoy viviendo a plena conciencia, es decir con intencionalidad, fenómenos de vida, experiencias «fenomenológicas», extraordinarias y casi diría yo que alcanzando la esencia de la existencia, es decir el verdadero «ser». La «fenomenología» es como se recuerda el método intuitivo para buscar la esencia a través de las vivencias de la conciencia, un método que Hüsserl creó siendo una de las corrientes más importantes de la filosofía contemporánea. Es así. Las montañas son pura filosofía, al fin una experiencia casi estremecedora que llevo 50 años experimentando para mi fascinación: “Al encuentro de las tormentas vuela audaz el espíritu prediciendo el destino…” escribió el genio metafísico de Rilke. El alpinismo y la aventura de la vida en las cimas es un encuentro magnífico del hombre, que siempre ha sublimado y ennoblecido, por qué a los humanos y a nuestra sociedad nos apabulla solo la muerte, la muerte que siempre fascina.
Todavía hoy, aún perdido el romanticismo de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las montañas son un juego de «rol» un reino mítico en donde el hombre puede reinventar el personaje en el que desea convertirse, un lugar mágico ( lo cima siempre lo es) de transfiguración psíquica y de recreación de uno mismo. Termino estas deducciones y reflexiones sobre Filosofía y Alpinismo con un pensamiento de Byron: «Las heridas del alma solo se curan en las cimas» Y esta aseveración de Nietzsche, honda y certera, que pudiera parecer petulante y hasta engreída, pero que siento el deber de decir que la comparto: «Solo amo lo que se ha escrito con sangre, la sangre es espíritu y quien escribe con sangre no quiere solo ser leído, sino que se le aprenda de memoria».
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